La piedra enorme y resbalosa parece el lomo de una ballena dormida. Tiene medio cuerpo afuera y el otro medio lo tiene incrustado entre la montaña. La trepamos por sus grietas con agilidad. Le cuelgan helechos salvajes como unas barbas y muestra al aire la panza llena de nudos de yerba como crustáceos. Griseldo me ha enseñado a hundir las uñas entre las ranuras de la piedra para impulsarnos. Los brazos me duelen de tanto hacer fuerza para no caer al vacío y quebrarme una pierna. De mis alpargatas deshilachadas brotan un par de dedos largos y transparentes como cachos de caracol, que van entrando en los huecos donde se empoza la lluvia. Estoy cerca de la cresta. Por los gritos puedo saber que son más niñas que niños. Los veo colgando sobre mis ojos como un racimo. Están todos en beringola haciendo fila para lanzarse al charco verde de la vuelta. Nadie me ha invitado a jugar con ellos, pero acá en San Marcos nadie pide permiso.
¿Se te comieron la lengua los ratones o qué? Así les pregunta Cristián, el novio de mi hermana, a los niños cuando no responden ni una palabra. Nos organiza también en fila y empieza a repartir mecato cuando ya estamos con los labios morados de frío. Compra todo su mecato en el San Andresito de Buenaventura y lo trae al río siempre en bolsas plásticas para que no se le humedezca. Pistachos verdes Zenobia que destapa con una mariposa de hojalata. Chiclets de banano largos como un dedo. El Cheez Whiz amarillo brillante que esparce sobre galletas Ricas. Latas con leche condensada que abrimos con clavo y piedra. Caramelos Kraft en forma de dados que se pegan en los dientes. Bolsas repletas de Bon Bon Bum con chicle de fresa. Los niños más pequeños levantan sus brazos negrísimos y forman con sus palmas un cuenco color vainilla para recibir el bombón. Lo abren muy diferente a mis amigas del colegio, que le quitan la envoltura y lo dejan completamente pelado. Acá le desbaratan el moño despacio y nunca botan el papel enmelcochado. Lo van chupando por partes hasta encontrar la bola rosa del centro. Inmediatamente lo cierran. Me imagino que dejan la parte del chicle para comérselo en sus casas. Yo también pienso que no hay necesidad de decirle nada a Cristián. Si no lo quisieran, no estiraban la mano.
El río golpea de frente la roca y se forma una curva profunda y verdosa. Ni siquiera tres niños pegados de las manos alcanzarían para tocar el fondo. El agua es transparente en el borde y se va oscureciendo a medida que se acerca a la roca. Los camarones pequeños viven escondidos debajo de las piedras lamosas de la orilla y son difíciles de encontrar. Tienen el cuerpo completamente transparente y saltan como un corrientazo cuando los atrapamos con la mano. Entre todos hacemos un acuario de piedra con helechos sembrados al fondo y muchos palitos quebrados en torre para su escondite. Los camarones Munchillá de acá son muy diferentes a los azules que trae mi papá desde Cabo Marzo, cuando se va a pescar al mar. Siempre ha querido reproducirlos en la pileta de nuestra casa en Cali, pero los pobres van perdiendo el color azul por el agua dulce y nunca se emparejan.
Desde lo alto puedo ver a Ortencia con sus comadres lavando la ropa. Ni siquiera se ha dado cuenta que estoy acá arriba, esperando mi turno para lanzarme en bomba dentro del neumático negro. Los que están nadando en el charco tienen que voltear el neumático con el gusanillo hacia abajo, para no quedar engarzados con ese pitón en la barriga. Algunos se lanzan en clavado directo al centro de la rueda, y otros preferimos enroscarnos en el aire como un surullo y traspasar el agujero, abrazando las rodillas contra la frente. Faltan solo dos turnos para lanzarme al agua verdemar.
Ilustración de Paulina Cala González. Pacífico Colombiano
Libro: El Desande
Autor: Liliana González Reyes
Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos
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