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Jardín Japonés

Actualizado: 13 jul 2022

Nunca había pensado con detenimiento cómo sería un jardín en invierno. Y mucho menos, un jardín japonés en invierno. Solo hasta el día en que llamé a Anita para darle el pésame por la muerte de su hermana. La conversación terminó en eso. Como si hubiéramos dado brincos de rana y al final nos instalamos a conversar sobre jardines. Ella hablándome del libro Loa a la tierra. Un viaje al jardín del escritor surcoreano Byung-Chul Han y yo hablándole del jardín silvestre de Tomás González, en su libro Las Noches Todas.


Desde la muerte de mi hermana no he sido capaz de hablar con nadie, me dijo apagada. Todos han sido adorados, pero solo les respondo por escrito. Yo sentí la cobardía correr como un nervio vivo por todo mi cuerpo. Me dieron ganas de colgar el teléfono. Esa voz que no escuchaba hacía más de diez años, estaba más delgada que nunca. Y yo que soy incapaz de encontrar las palabras correctas, en esos momentos dolorosos. A veces hasta digo las más inadecuadas. Como el día del entierro de la mamá de Cristina, cuando le dije que afortunadamente estaba el cielo despejado y se vino un aguacero durante la misa, que retumbaba en los vitrales de la Capilla del Gimnasio Moderno.


Seguramente fue en Cinemanía me dijo, tratando de ubicar el lugar donde nos habíamos encontrado en Bogotá por última vez. ¿Recuerdas al profesor de apreciación de cine que trabajó tantos años en Cinemanía? Él también murió hace como tres años. Teníamos un grupo de amigos y tomábamos clase los sábados. Después de su muerte no nos volvimos a ver y con esta pandemia, menos. La sensación de orfandad la rondaba. Y yo sin saber qué hacer con ella.


¿Has vuelto a Cali? Yo voy muy poco, me dijo. Lanzó una pregunta que terminó con su propia respuesta. No me extrañó para nada el comentario. Desde nuestras épocas de colegio, Anita parecía vivir en el lugar equivocado. Una ciudad calurosa, con pocos espacios culturales y desbordada de rumba. Demasiado arrebato para su gusto. Nunca estuve interesada en rebatirle sus argumentos y menos en esta llamada de pésame, que ya pasaba los veinte minutos. Algo muy inusual en ambas.


Nuestra conversación siguió entretejiéndose, por temas aparentemente inconexos. Seguimos por la hebra del cine. Empezamos a recordar nuestras caminatas por la orilla del río Cali, hasta llegar a la Cinemateca La Tertulia. Ese oasis caleño donde nos sentábamos en primera fila, a disfrutar del cine independiente. La particularidad de este lugar empezaba desde la taquilla. El muchacho que vendía los boletos, era el mismo que activaba la cinta, y el que abría las puertas al final. La programación no aparecía en el periódico de Cali, así que Anita y yo teníamos que acercarnos con libreta en mano a escribir los estrenos. La cartelera estaba embebida en un cajón de luz con biseles plateados. Los nombres de las películas y los horarios estaban escritos con fichas blancas de plástico, a veces bastante desalineadas. Afuera del teatro se formaba una fila corta para comprar las entradas. Muchas veces no pasábamos de veinte, pero igualmente las puertas se abrían. Las paredes estaban cubiertas con pesadas cortinas rojas de terciopelo, que le daban al lugar ese toque parisino, pero barrial. Las butacas formaban una media luna negra para trescientos espectadores. No se escuchaba una carcajada, mucho menos un paquete de rosquitas crujiendo. La gente hablaba en susurros a la oreja, respetando el silencio de los demás. Nadie tapaba con su cabeza la visual de nadie, porque las sillas estaban estratégicamente ubicadas en un declive profundo hacia el escenario. Abajo se veía un telón blanco infinito, posado sobre unos listones de madera bien brillados. El aire acondicionado enfriaba levemente y la proyección empezaba sin cortometrajes, ni propagandas. A pesar de la remodelación que terminó en el año 2009, coincidimos en que la Cinemateca seguía guardando ese sello mágico que tanto nos gustaba.


¿Sigues viviendo en el mismo lugar? me preguntó. Yo estaba en ese momento sentada frente a las bromelias que cuelgan de un árbol de guamo en mi casa. Dos especies de regiones cálidas, que gracias a la persistencia y al cuidado de mi marido, han logrado subsistir los helados fríos de Bogotá. Empezamos a hablar de nuestras propias guaridas. Su apartamento está ubicado muy cerca de la Quebrada La Vieja, que atraviesa los cerros nororientales de Bogotá. Me imaginé de inmediato el microclima de invierno perfecto para su temperamento. Tienes que venir a conocerlo, me dijo ya con una voz más animada. Parece una madriguera subterránea. Puedo trabajar y escribir mis documentos sobre Derecho Ambiental sin ningún ruido. Es un poco frío porque está por debajo del nivel de la calle y no tiene vista exterior, pero me encanta. Cuando abro la puerta lo primero que veo al fondo es mi jardín de suculentas. Las he ido sembrando poco a poco. Cuando compré este apartamento era apenas un peñasco inclinado sin vegetación, pero ahora parece una pintura de invierno. De inmediato recordé al personaje de la novela de Tomás González y su obsesión por construir un jardín que pareciera silvestre, musgoso y sin intervención. Le hablé de la tibieza y exuberancia de ese jardín montañero lleno de plantas sin domesticar. Hablamos de helechos, de batatillas, de lenguas de vaca y de platanillos. Poco a poco nuestra conversación se iba extendiendo sin apuro como la maleza.


¿Te gustan los escritores japoneses? me preguntó para entrar en los terrenos literarios. No fui capaz de recordar ninguno en particular. Mi memoria en ese momento era un hoyo negro. Solo atiné a expresar mi absoluta reverencia por la narrativa oriental y Anita empezó a hablarme del filósofo vivo más leído del mundo. En minutos me resumió con absoluta brillantez las tesis este autor surcoreano que habla sobre el arte de la jardinería y la conciencia planetaria que ha desaparecido por la digitalización del mundo. Sin duda temas mayores. Recordé que Anita en el colegio no leía cualquier cosa, así que tomé papel y lápiz para escribir la cantidad de autores que me estaba recomendando.


¿Cuándo nos tomamos un café y vienes a conocer mi apartamento? Sentí una reconexión inmediata. Habíamos dejado de hablar sin ningún motivo en particular. Nuestra amistad empezaba a reverdecer como un jardín mixto y silencioso lleno de complicidad.



Cinemateca La Tertulia - Cali Colombia


Autor: Liliana González Reyes

Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos




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