No hay viaje sin hielo. La primera parada es en el Kolbitos de la Calle Quinta de Cali, para llenar las neveras hasta el tope. Una vez se cierran no se pueden volver a abrir. Todos sabemos que podemos ganarnos un regaño por esto. En El Refugio no hay luz, y los tubitos helados y huecos tienen que durar al menos cinco días. Nos gusta usar los hielos como anillos, hasta sentir la mano encalambrada. El viaje empieza en el garaje de mi casa. Se forma una arrume de canastos, colchonetas, maletines, varas de pescar, y muchos materiales de obra. Todo ese movimiento del equipaje al carro, ya me produce mareo. ¡Cuidado con el capó! le grita mi papá a mi hermano mayor. A veces pisa muy duro la capota del Toyota y mi papá sufre. Lo primero que hace Juan es acomodar el maletero sobre unas varillas largas y tercas de alinear. Va organizando lo que más puede dentro del maletero y distribuye el peso para evitar que el carro se voltee en alguna curva.
El día que llegó el maletero desde los Estados Unidos, casi hacemos fiesta en la casa. Por fin íbamos a tener espacio abajo para estirarnos y dejar de cargar a Negus sobre las piernas con su babeadera. Esa mescolanza de olores a petróleo, cebolla larga, aliento de perro y fumigantes me emborracha. Me empiezo a sentir como atolondrada y la boca se me vuelve un pozo. Alguna amiga del colegio me dijo que el limón es el mejor remedio para el mareo. Más que la pastilla amarga y verde biche de Mareol que nos da mi mamá. Le pego el primer pellizco apenas arrancamos. En la gasolinera de la Portada al Mar ya tengo medio limón pelado. La melancolía en las manos me ayuda a soportar los vapores de gasolina de la primera tanqueada.
Dentro del Canario cabemos los nueve pasajeros y el perro. En el asiento delantero va mi papá al timón, Carmiña mi hermana mayor al centro y mi mamá en la otra ventanilla pendiente del espejo retrovisor. El pasacintas lo maneja mi hermana. Escoge siempre el mismo casete desde que arrancamos de Cali. Los Galos. Un minuto de tu amor, con siglos de dolor, te lo puedo pagar. Aparte de mi mamá, Carmiña es la única enamorada que se sabe todos los boleros. Por allá en Loboguerrero nos dejarán escuchar el casete por lado y lado de El Cuarteto Imperial. 488 kilómetros de ida, 488 kilómetros de vuelta. Y tú me recibes así. Indiferente, indiferente. Parecido a los kilómetros por galón que siempre calculan mis hermanos en cada viaje. ¡Pónganlo en ceros! les dice emocionado mi papá. Ellos espichan el botoncito negro del tacómetro y los seis números se ponen blancos y en cero como una magia. Ahora sí podemos arrancar montaña arriba hacia Terrón Colorado.
En la parte de atrás del campero nos sentamos todos los demás. Frente a frente. Tres de un lado y tres del otro. Las bancas largas y forradas con plástico negro nos hacen sudar más las piernas. Vamos hablando todo el camino y eso también me marea. En el único espacio libre que queda al centro, mi papá acomoda la neverota Igloo. Tiene los mismos colores de nuestro Jeep Canario. Amarillo el cuerpo y blanca la corona. A nuestro Labrador negro lo sentamos sobre la tapa cuadriculada de la nevera. Cuando vamos en lo plano el perro se sostiene, pero en las curvas se empieza a rodar y tenemos que ayudarle a mantener el equilibrio que no logra con las uñas. Las ventanas del campero son pequeñas y de deslizar. Normalmente se le da el puesto de la ventanilla al más mareado. ¡Saque la cabeza y mire hacia las montañas!.
La carretera al mar es un serpentín de curvas y precipicios. A la altura de la vuelta de El Cerezo, se empiezan a ver los techos de colores de las casas de El Saladito. Jugamos a contarlas como si fueran nuestras propias casitas de Monopolio. No demora Payancito y Chela en hacernos señas desde su escarabajo, para que paremos en kilómetro 33, a comprar la papada de cerdo para hacer los chicharrones. Mi mamá dice que nos orillemos en la carnicería de guadua, donde cuelgan los pedazos de marrano de unos ganchos metálicos. En el mesón de cerámica blanca como un baño, están esparcidas las vísceras y las pezuñas. Uno de los platos predilectos de mi papá son las manitas aborrajadas de cerdo con fríjoles negros. El carnicero envuelve en hojas de papel periódico toda esa carne cruda y olorosa que va directo a la nevera Igloo. Cierro los ojos y siento estallar un casco de limón en mi paladar.
Ilustración de Paulina Cala González. Pacífico Colombiano
Libro: El Desande
Autor: Liliana González Reyes
Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos
Comments