Mi compadre Diego Banguera y yo estamos sentados justo al lado del emblemático y señorial Hotel Intercontinental de Cali, en una calle cerrada y un poco oscura, que sirve de parqueadero para nosotros los taxistas adscritos al servicio privado de transporte del hotel.
Somos aproximadamente veinte taxistas y nos encontramos siempre al final de la tarde, para comernos la tradicional empanada caleña con guiso y ají pique de Doña Eulalia. Nos sentamos a respirar el aire fresco debajo de un palo frondoso de mango, sobre las bancas calientes de cemento, que quedan justo al frente del Motel La Madriguera.
Estoy seguro que pocos caleños se han percatado de esta calle ciega, llena de carros amarillos en fila, que quedó mimetizada y perdida por la obra del puente elevado que atraviesa la calle quinta.
Es una calle delgadita y profunda, que al medio día exhala un fuerte olor a amoníaco y que se desvanece gracias a la brisa húmeda del río. Durante muchos años esta calle ha sido el escondite perfecto para cientos de extranjeros, que llegan a la Sultana del Valle buscando el swing y la calentura del pacífico.
Levanto la mirada porque empiezo a escuchar como un bullicio y mis ojos se clavan en ese par de escaleras empinadas y angostas que parecen dos piernas pálidas. Son la entrada al recibidor sórdido y caliente de dos moteles de bajo costo, que se ubicaron estratégicamente al lado de sus clientes “potenciales”, a principios de la década de los setenta.
En ese momento no era mal visto que un huésped con camisa blanca inmaculada, saliera pisando muy digno la majestuosa alfombra roja del Inter y atravesara la calle para perderse en segundos por las escaleras polvorientas y empinadas de La Madriguera.
El murmullo cada vez se hace más fuerte y empiezo a escuchar muy cerca un bochinche de silbidos, gritos y palabras inconexas.
- Siempre llegan sobre las seis de la tarde y su habitación es la misma. Tienen cama propia, me dice Diego en voz baja como para no importunarlas.
Seguramente esta proximidad a las fuentes de agua es el mayor atractivo de su morada. Me imagino que se quitan sus ropajes en la mañana, se zambullen entre el agua torrentosa del río y ponen a secar sus atuendos fantásticos de “parade”.
Vienen en manada hacia nosotros, haciendo un ruido que parecen un centenar, pero son apenas diez loras parlanchinas con ojos renegridos y sombra azul clara en los párpados, que utilizan su enterizo verde esmeralda para camuflarse entre las palmeras.
El ritual es el mismo todos los días. Nos sentamos siempre a esperar que nos cuenten su bochinche.
Exhuberancia - Cali Colombia
Autor: Liliana González Reyes
Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos
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