Cuando decidimos vender nuestra casa familiar, nos preocupaba cómo sería la adaptación de mi mamá a un apartamento. Ya por su condición médica la habíamos convencido de que sus piernas no soportaban seguir subiendo y bajando escaleras. Que lo mejor era convertir ese gigantesco nido, en una especie de pajarera con roticos para muchas familias. Los cinco hijos ya estábamos casados y sólo faltaba ella por emprender el vuelo definitivo. Derrumbar nuestro hogar significaba mirar impávidos el desplome de nuestros rincones más profundos. Ver la precipitación dolorosa de mil recuerdos que estaban engarzados al alma. Ella guardaba un silencio que a todos nos dolía.
Acomodar los muebles era lo de menos. En qué apartamento iban a caber los descomunales platiceros que colgaban de un carbonero, y que ella misma regaba por las tardes con manguera. Quién podría trasplantar intacta la jaboticaba, que ya empezaba a dar esos exóticos frutos pegados al tallo, con los que hacíamos mermeladas. Las hojas de los helechos no sabían vivir apretadas. Necesitábamos un espacio por donde entrara la luz suficiente, para los resabiados cilantrillos de mi mamá, que se afectan con la lluvia, con el viento, con el roce, con todo. Los manguitos que apenas estaban brotando, serían derribados por una retroexcavadora en cuestión de un mes. Los constructores del edificio necesitaban agilizar el proceso de demolición y empezar rápidamente a levantar cimientos.
Encontramos un apartamento muy cómodo en un sexto piso, con vista a la ribera del río Cali. Una ubicación perfecta por su frescura y también por la facilidad de encontrar supermercados, entidades financieras y droguerías a la mano. Desafortunadamente no tenía el balcón que mi mamá buscaba para recibir el sol, acomodar sus plantas y alimentar los pájaros que llegaban por cientos, a devorar maíz trillado en el jardín de la casa. La búsqueda no era fácil y todos sabíamos que más que una vivienda, lo que necesitaba mi mamá era un resguardo.
Cambiar casa por apartamento significaba abrir unas fronteras propias y externas, que habían estado cerradas durante años. Implicaba convivir con vecinos de cada piso y empezar a regirse por los tiempos y necesidades de una comunidad ajena. Las conversaciones con mis hermanos a veces se tornaban tensas. Cada uno tenía una perspectiva diferente, sobre la manera cómo afectaría anímicamente a mi mamá, un cambio tan drástico de vida. El desalojo del nido ya era un hecho y teníamos que hacer de esa transición, una oportunidad. Con nuestro cambio de actitud, empezaron a circular ilusiones por cada una de las nervaduras de mi familia.
En el año 2015 dijimos adiós a esa maravillosa casa colonial con jardín al centro, que estaba plagada de recuerdos, no siempre luminosos. Elegimos el apartamento con vista y sin balcón, cubierto de ladrillo, como una muralla de Estralandia. Todo se fue acomodando. Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa, como decía sabiamente mi papá, cuando quería inculcarnos la cualidad del orden. Los espacios, que inicialmente nos parecieron insuficientes, se abrieron generosos como un abrazo. La gigantesca mesa del comedor de doce puestos, se vistió nuevamente de crochet. La vida social con los nuevos vecinos era intensa.
Esta semana que estuve visitando a mi mamá en Cali, fue una maravillosa oportunidad para contemplar su micro-cosmos. Los ventanales del apartamento siempre están abiertos como una invitación al convite. Las torcazas no tienen ningún reparo en empollar entre las picudas hojas de cimarrón. Los azulejos se atarugan de banano pecoso. Las espinacas crecen sin vergüenza durante la noche. Los murciélagos entran al atardecer, para arrasar con el agua dulce que dejan los colibríes. Los pesados racimos de tomate doblegan el escuálido tallo, apenas sostenido por un nylon de pesca. Las mirlas hacen pozo cuando se bañan en los platos de cerámica. Las salamandras cantan en la noche, cuando salen de su escondite detrás de los cuadros.
Mi mamá está viviendo en un universo construido por ella misma. Su lenguaje se ha vuelto un poco como de pájaro. Canta y silba de acuerdo a sus visitantes alados. Cuando me pongo a hurgarle los recuerdos, los veo volar en manada como un millar de jejenes sobre su cabeza. Ella los va liberando poco a poco, como un estertor de felicidad. Escucho sus historias en este momento de mi vida, con más paciencia y cuidado. Su voz tiene una sonoridad especial. Suave como una cascada. Se sumerge en el pasado y apuntala cada palabra con precisión. Atrapa los recuerdos con una habilidad asombrosa y siento que deposita en mis manos sus historias como un tesoro. Yo los anido con cuidado, como si estuviera recibiendo un colibrí huérfano.
Mamá e hija en Tenerife - Colombia
Autor: Liliana González Reyes
Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos
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