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Animal

Actualizado: 13 jul 2022

Estamos todos desperdigados. Cada uno sentado a metros de distancia en sofás cafés de cuero sintético. Han colocado cintas amarillas en forma de “X” en los lugares donde nadie debe sentarse por precaución al Covid. No somos más de cinco personas en un inmenso salón de espera de la Clínica Marly. Si fueran otros tiempos, hasta las mesas de centro estarían llenas de personas sentadas, esperando alguna novedad de su familiar en cirugía. En cambio ahora, solo entra a la clínica un acompañante por paciente y por supuesto todos somos adultos mayores, capaces de resolver cualquier eventualidad, o firmar algún consentimiento importante, para la vida del paciente.


No solo estamos lejos unos de otros, sino que el silencio es absoluto. Parecemos zombies solitarios con el rostro cubierto por un tapabocas quirúrgico y un aparato móvil en la mano. Nadie se atreve a hablar con nadie. Las paredes cubiertas de mármol beige aumentan la sensación de frío. Bombillos azulados iluminan nuestras cabezas. Frente a mí hay una pareja arreglando documentos en una carpeta y haciendo exactamente lo mismo que hicimos nosotros hace veinte minutos. Dame la argolla, apaga el celular, guarda las gafas, no se puede entrar con nada de valor. Ella lo besa y luego con la mano derecha le da la bendición antes de entrar por la puerta de cirugía ambulatoria.


Por fin se animan a conversar dos señoras que están a mi izquierda. De un sofá a otro se empiezan a contar seguramente las razones para estar aquí sentadas. No alcanzo a escuchar los diálogos porque el tapabocas se traga las palabras. Ambas mujeres maduras, de anteojos, pelo corto y chaquetas gruesas de paño. Solo llevan a la mano una cartera pequeña, tal vez porque sus familiares no necesitan pasar la noche en el hospital. Yo en cambio, tengo a mi lado un maletín negro con todos los cierres de expansión desplegados, para alcanzar el volumen máximo, y una maleta mediana con ruedas.


El sopor de la tarde ya empieza a adormilar a varios. La señora de mi derecha apoyó sobre su estómago el libro rojo de Deepak Chopra y entrecerró los ojos. Está sentada justo al lado de un gran ventanal que deja pasar los rayos de sol y permite ver en el primer piso los grandiosos magnolios. Yo anoche dormí poco. Quisiera también cerrar los ojos y desconectarme por unos minutos de esta sensación de zozobra. No deja de ser inquietante una intervención médica con anestesia y tres días de hospitalización en tiempos de pandemia.


Familiar de Javier Guerrero por favor presentarse. Así anuncian las señoritas por altoparlante para que los acudientes se acerquen a la puerta automática corrediza de cuidados intensivos. De inmediato, la esposa se levanta del sofá y la veo ingresar con cara expectante por el pasillo, detrás de un médico vestido de verde loro, con máscara de oxígeno en forma de pico puntiagudo. Ruego para no encontrarme ningún herido grave, ni rastros de sangre por los corredores. Con ese tipo de impactos se me van las luces.


Los cirujanos salen y dan un breve reporte a los parientes. Todo salió muy bien en la cirugía. Está respondiendo de la manera adecuada. Vamos a tenerlo unas horitas en recuperación antes de que se pueda ir a casa. Con la auxiliar les dejo por escrito la fórmula médica y las indicaciones de cuidado. Muchas gracias doctor, le agradezco mucho. Y se pierden de nuevo por el pasillo, que al fondo tiene una cortina de tiras transparentes de plástico, como un frigorífico.


La mujer de saco rojo que bendijo a su marido, ya se siente como en su casa. Se quitó los zapatos, subió los pies descalzos con uñas de garra al sofá y empezó a hablar por teléfono a todo volumen. Sandrita, en la nevera dejé un pedazo de brazo de reina para que le brinde a la niña. La abuelita pasa por ella más tarde. Me hace el favor de ponerle saco abrigado para que no se me vaya a resfriar. Que se siente juiciosa a hacer las tareas en el comedor. Habla con el altavoz abierto sin el menor pudor. Su voz retumba por todo el recinto y nos saca de nuestra conversación interna.


Mis ojos quedan por un momento detenidos sobre una fotografía en tonos sepias, que está colgada cerca al ascensor. Es una foto antigua del portón en mármol, que antecedía a la casona donde funcionaba el Sanatorio Marly. Se puede ver una entrada majestuosa con bugambilias silvestres a lado y lado, que se desbordan por los muros. Esto me hace recordar la conversación que tuve con mi marido esta mañana de camino a la clínica. Le recordé que la anestesia es la puerta de entrada a la sanación de muchas dolencias, pero sobre todo, es el momento de entregar sentimientos, recuerdos y comportamientos que uno quiere dejar atrás.


Empecé a hablarle en metáforas para no espantar su atención. Seguro vas a quedar como “un animal” y nos atacamos de la risa por el inesperado comentario. Ambos sabemos que cuando hablamos del “animal”, nos referimos a esa manera salvaje de cabestriar la vida, sin importar los golpes que tenga que darse. No puede haber mejor palabra para denominar esa llama interna que lacera y que hoy precisamente lo tiene aquí en la Clínica Marly.


Hace unos cinco meses conocimos a otro “animal” igual que él. Estábamos de vacaciones con nuestros hijos y sus novios en Ibagué. Era un viaje corto por tierra. Le propusimos a Federico que invitara a María Fernanda, su amiga de universidad a comer con nosotros en el hotel. Justo ese fin de semana, tenía un “date” programado en Bogotá y no pudo acompañarnos. Sin embargo, sus papás muy atentos, fueron hasta el lobby del hotel para dejarnos un canasto lleno de amasijos, pandeyucas, envueltos y bollos típicos.


Los invitamos a comer una noche y fue un encuentro lleno de risas y anécdotas. Salió a colación el tema del deporte y Jaime nos contó que hacía ejercicio como un “animal”. Monta bicicleta todos los días a las cinco de la mañana, luego juega squash con su grupo de amigos y remata con natación en la piscina del Club Campestre. Mientras nos contaba con emoción y orgullo toda su agenda diaria de actividades, su esposa Cielo, que es literalmente un cielo de mujer, escuchaba callada.


Ya entre mi marido y él se empezaba a gestar una competencia imaginaria. Los dos corriendo de un lado a otro para ganar la bola. Sudando como arroz por el calor de Ibagué y estampillando con todas sus fuerzas esa bolita negra contra las paredes. El plan quedó cuadrado esa misma noche. Jaime recogería a mi marido a las siete de la mañana para jugar unos partidos de squash, mientras nosotros desayunábamos en el hotel, el grandioso buffet tropical.


Lo sentí levantarse muy temprano. Tal vez eran las cinco de la mañana. No importa si es festivo, o si estamos de vacaciones. Siempre hay algo que lo saca de la cama al amanecer. Un juego programado, un acta inconclusa, un examen de laboratorio. La necesidad de vivir al máximo todas las horas del día. Ojalá con intervalos cortos de descanso. Siempre vibrando en un voltaje muy alto, que a veces lo deja agotado, pero satisfecho. Me dio un beso y salió feliz a combatirse con el otro “animal”.


Pasamos una mañana deliciosa en el hotel leyendo junto a la piscina y tomando mojitos. De repente lo vemos venir con su maletín deportivo en la mano y el rostro rojo como la concha de un cangrejo. El enfrentamiento con seguridad había sido a muerte. Después de casi tres horas de partidos muy reñidos, mi marido le dijo a su partner que ya era suficiente. Sus piernas estaban ya cansadas y la respiración trabajosa por el asma, ya no le permitía jugar más. Ese tipo es un verdadero “animal” nos dijo. Y desde ese momento, el término “animal” se fue a vivir con nosotros.


Mobiliario muy Animal - CDMX


Autor: Liliana González Reyes

Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos



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